Recuerdo perfectamente cuando Carlos me llamó a mi oficina una mañana, para decirme que monseñor Goic la había pedido que organizara la Comisión Diocesana Justicia y Paz que acababa de crear, para asesorar al Obispo en materias temporales -política, economía, cultura y sociedad- desde la perspectiva de los laicos. Monseñor quería recibir de manera directa la visión de personas de su confianza sobre el estado de la sociedad, y captar además por ese medio lo que piensa y lo que motiva a los que no tienen el don de la fe. El requisito para integrar la comisión, era, por tanto, ser católico. Otro, para el organizador, que hubiera pluralidad en la conformación del grupo.
Se inició así la vida de una organización de excepcional significación, al menos mientras él fue su Presidente. En primer lugar, la reunión mensual se constituyó en un espacio único, en el que militantes socialistas, demócrata cristianos, de Renovación Nacional, de la UDI, del PPD e independientes; empresarios y empleados; hombres y mujeres, desplegaban sus puntos de vista sobre la contingencia, analizaban la realidad regional y nacional, y formulaban pronósticos sobre el devenir que se avizoraba a partir de los hechos. Por ejemplo, concordábamos, muchos años atrás, en que el desprestigio en que iban cayendo los partidos políticos, sería el germen de tendencias populistas de distinto signo. Veíamos también que los casos de corrupción en el mundo empresarial iban a generar desconfianzas y resentimientos difíciles de revertir en la ciudadanía afectada.
Carlos hizo una labor impecable, insustituible, en que se conservara la actitud de respeto entre personas de tan distintas realidades. La clave estaba en su irreductible fe en la eficacia del diálogo, en el intercambio de ideas. Pero creía además que era necesario que la comisión no se quedara encapsulada en una suerte de logia cerrada y autocomplaciente: debía salir a darse a conocer.
Se inició así el circuito de foros y paneles dedicados a exponer y discutir temas sociales sensibles, no resueltos, vistos a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia. La educación, en el salón de la Ilma. Corte de Apelaciones; la inmigración, en el salón municipal de Rancagua; los adultos mayores en el salón del Instituto O’Higgins; la pobreza en el salón municipal de San Fernando; la desigualdad y la reforma constitucional en la Universidad Santo Tomás; la corrupción en el salón municipal de Rengo. No había –ni creo que haya en este momento- otra institución en la diócesis que haya desarrollado o que esté desarrollando esa misión.
Pero a Carlos, ante todo un político, no le bastaban las discusiones. Creía en las cosas concretas, y en la necesidad de contactar la realidad. Organizó con brillantez, y un gigantesco esfuerzo de gestión, una actividad para recolectar fondos destinados a socorrer a los damnificados por el terremoto de 2010. Eso era práctico: era la misericordia exigida por el evangelio llevada a la realidad; era encarnar algo esencial y propio de la catolicidad: la fe que se expresa en obras. (Cf. St 2, 17)
Su convicción de que deberíamos conocer la realidad de personas vulnerables, nos llevó hasta un asilo de ancianas. Era muy conmovedor ver a connotadas figuras de la política, de la empresa, del mundo académico y diplomático, compartiendo el té con encantadoras viejecitas que no recordaban sus propios nombres, y que repetían incansablemente una misma anécdota de cinco décadas de antigüedad, o que esperaban la visita de su mamá, fallecida décadas antes.
Pero la rica personalidad de Carlos no se agotaba en la comisión. A título personal, por ejemplo, dio públicas batallas enfrentando y denunciando actos de corrupción. La prensa da cuenta de entrevistas y cartas en las que ponía un reflector en la cara de quienes actuaban en política en forma inescrupulosa. Ciertamente, sus camaradas no se libraban de su crítica.
Me parece que nunca perdió la añoranza por las grandes figuras de su partido, a las que conoció y admiró. Y también a los dirigentes e ideólogos de otras corrientes políticas. Solamente esperaba de ellos lo que él exigía para las clases dirigentes: altura de miras. Mirar por sobre la discusión inmediata, populista, acomodaticia. Esa que no mira más allá de la próxima elección, y que su proyección de futuro más esmerada se centra en intuir quién podrá ganar la próxima elección para establecer alguna alianza provechosa, o directamente alguna componenda.
No se podría callar que sentía un gran pesar por lo que él consideraba el estruendoso silencio de la Jerarquía. Extrañaba los tiempos en que las voces de los obispos individualmente o a través de la Conferencia Episcopal o del Comité Permanente sacudían la opinión pública. Decía “podía ser que yo haya estado de acuerdo o no con determinado Obispo, pero valoraba el hecho de que intentara iluminar la vida de la polis”.
A la hora de dar un testimonio de Carlos Bravo, en lo personal me queda la admiración por su irrenunciable adhesión a la Iglesia; por su amor a Chile y su historia; su afabilidad; su hospitalidad; su insaciable inquietud intelectual. Me quedará para siempre la nostalgia de las largas conversaciones telefónicas –las personales las clausuró el covid 19- de los sábados o domingos por la mañana. Mi gratitud por haber pensado en mí cuando quiso instalar a alguien “que viene del mundo de la cultura”, como me describió al invitarme a integrar la comisión.
La diócesis le debe todavía a Carlos Bravo un acto de reconocimiento por el entusiasmo y la consagración y la servicialidad con que se entregó a una tarea que en la Iglesia recién empieza: una auténtica sinodalidad, que permita que laicos y consagrados asumamos que somos juntos el Pueblo de Dios, y que sólo juntos haremos plenamente eficaz la oración –y mandato- del Señor: "para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado." (Jn 17, 21)
Ramón Esteban Galaz Navarro
Presidente
Comisión Diocesana Justicia y Paz