El día anterior a la fiesta de Pentecostés, el domingo pasado, falleció Roberto Figueroa, un sacerdote diocesano de larga trayectoria en nuestra diócesis; y, en el amanecer del día lunes, sorpresivamente de un ataque cardíaco mientras dormía, falleció el padre Angel Cantarutti, un misionero italiano de la orden Don Orione, que atienden la Parroquia Cristo Rey y el Pequeño Cottolengo y que durante más de 60 años trabajó en nuestra patria y de los cuales 10 en nuestra región. La muerte de estos dos sacerdotes, sin duda, nos causa sentimientos de dolor, porque ver partir a dos hombres, que cercanos a los 88 años, dedicaron más de 60 años su existencia al servicio de los demás. A veces se destacan los defectos de los sacerdotes, pero hoy es el momento de resaltar las virtudes de estos dos hombres que desde jóvenes sintieron el llamado de Dios y entregaron su vida en diversas obras, parroquiales, en educación, en el servicio a los más pobres, entre otras áreas. Uno de ellos abandonó su patria, su familia, para ayudarnos en las tareas misioneras en Chile, y en los últimos años, en Rancagua. Por eso, lo único que cabe es darle gracias a Dios por la entrega, por la fidelidad a su vocación y por la donación admirable que tuvieron en el servicio a la gente y eso se vio reflejado en el funeral del padre Roberto y en la misa que tuvimos en la noche del lunes en el Cottolengo por el padre Angel, que fue sepultado en el mausoleo que los padres orionistas tienen en la comuna de Cerrillos en Santiago.
La muerte es uno de los procesos naturales de todo ser humano. Desde el momento que nacemos estamos llamados a morir y los años que Dios nos permita que vivamos en este mundo tenemos que hacer de la vida un don para los demás. Estos dos hermanos que recordamos en estos días en su pascua, nos manifiestan esta donación de la vida, porque lo importante es lo que hacemos para servir a los demás y sabemos, en clave de fe, que la muerte no es el fin. Hace algunas semanas atrás celebramos la Resurrección de Cristo, después de habernos preparado durante la Cuaresma, y esa Resurrección nos señala lo que Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá”. Y nuestra fe proclama: “Creo en la resurrección de los muertos, creo en la vida eterna”. Por lo tanto, los años que tenemos cada uno en este mundo, cada uno en las tareas especificas que desarrolla debemos hacer de esa vida un don para los demás en la certeza que, al terminar este paso por este mundo, estamos llamados a la vida eterna que Jesús prometió no solamente a los creyentes si no a todas las personas que hacen de su vida una donación a los demás. Por lo tanto, con el natural sentimiento de ver partir a dos hermanos muy queridos, pero también con la esperanza puesta en el Señor resucitado, les hemos dicho Adiós, hasta siempre, porque Dios -estamos seguros- los ha acogido.