En cada Navidad escuchamos llenos de asombro y de gratitud la Palabra de Dios, y contemplamos con gozo el humilde pesebre de Belén.
Eso refleja mi sentir en estos momentos.
Durante estos seis meses que he estado como Administrador Apostólico de esta querida Diócesis de Rancagua, he contemplado con asombro y gratitud.
Asombro por la profunda fe del Pueblo de Dios, arraigada en las distintas expresiones de piedad popular que he presenciado; y gratitud por sentirme acogido, incluso en momentos adversos, como los que hemos vivido en esta Iglesia de Rancagua.
Sin embargo, Navidad para los cristianos es también la fiesta de la esperanza, esperanza en la venida de Jesús, el Mesías, lo cual ya ocurrió hace dos mil años, pero sabemos que hoy sigue vivo animando nuestra vida.
La ferviente espera del Pueblo de Israel de que iba a nacer el Salvador, se hace hoy certeza desde la fe en Cristo resucitado.
Con Jesús, junto a María y José, celebremos la cercanía y el amor de Dios.
Esa familia santa es nuestra familia, es el principio de la Iglesia, es la simiente del mundo renovado y verdadero.
Este año ha sido difícil para la Iglesia chilena y local, pero frente a esas realidades no nos quedemos rumiando permanentemente nuestras desolaciones.
No podemos resignarnos a vivir rodeados de tinieblas. No podemos conformarnos con ser un grupito de entristecidos, islas pérdidas, en un océano de indiferencia y oscuridad.
Por el contrario, llevemos por el mundo el anuncio de la Navidad: Nos ha nacido un Salvador; Jesús nos salva siendo testigo de la bondad de Dios y de sus promesas de vida eterna.
Él es el comienzo de la humanidad nueva, de la vida verdadera, fundada en la verdad de Dios y edificada con las buenas obras del amor.
La invitación en esta Navidad es a que levantemos la mirada y busquemos en el horizonte de nuestra vida al Señor, que siempre viene y se hace presente con su bendición.
Que tengan ustedes y sus familias una hermosa y Feliz Navidad.
Administrador Apostólico de Rancagua
+ Fernando Ramos Pérez