Esa mañana, igual que hacía cada 31 de octubre, Ignacio se lanzó cama abajo antes que despuntase el sol. Bajó las escaleras hecho un torbellino, entró corriendo en la sala de estar y fue a plantarse delante del calendario colgado en la pared. Le encantaba esa edición de hojas grandes y números vistosos, a cuyos pies se podía leer el nombre de los santos y otras fechas importantes. Con el corazón en la mano, fue deslizando el dedo sobre los números, uno a uno, como si aquello fuese parte de un ritual legendario, hasta llegar al día 31. Enseguida tomó el plumón rojo que llevaba consigo y encerró el número en un círculo. Después vertió líquido corrector sobre la leyenda «Día de las iglesias evangélicas», y en su lugar escribió: «Cumpleaños número ocho de Panchita». Leyó la frase extasiado en cada sílaba, como si estuviese recitando el verso más hermoso del mundo, ese que jamás nadie, excepto él, había tenido el placer de recitar aún. Y mientras sentía que estaba a punto de explotar de felicidad, susurró como si le estuviese hablando al oído: «Hoy, antes de medianoche, volverás a ser la personita más dichosa que habita este mundo. Te lo juro».
Después de dos años de encierro durante la pandemia, este sería el primer Halloween en el que volvería a sentir que estaba vivo de verdad. Aunque si dependiese de él, nunca iría por allí diciendo esa cursi frasecita gringa: «Dulce o travesura», solo para conseguir dulces. Lo hacía por ella, por Panchita. Antes de la desgracia, también él gozaba de esta fiesta. Pero desde el día en que el cáncer se llevó al papá, odiaba y temía el mundo de los muertos a partes iguales. Y esta celebración, con gente disfrazada de fantasmas, zombies y esqueletos portando guadañas, no hacía más que revivir en él la pena negra del día en que la tierra se tragó al papá. Eso era para él la muerte: un monstruo despiadado, que habría sus fauces para engullirte lentamente, hasta convertirte en un miserable recuerdo. «Te odio, muerte, con toda mi alma», pensó mientras ajustaba su disfraz de esqueleto delante del espejo. Ya eran cerca de las siete de la tarde, y pronto pasarían por él sus amigos de toda la vida: la Sofi, a quien amaba en secreto, y el Tito, cuya misión en el mundo no era otra que sacar sonrisas a la gente, y en especial a él. Cada vez que Ignacio se partía de la risa celebrando sus bromas, él sentía que flotaba sobre nubes de algodón.
A las siete y treinta ya estaban fuera del condominio, marchando junto a la turba en dirección a la «Villa Nuevo Amanecer». Cada Halloween, sus pobladores, que en gran parte eran ancianos, se preparaban para recibirlos con los ojitos colmados de ilusión. Apagaban las luminarias de calles y casas, y solo se alumbraban con velas. Además, adornaban los antejardines con calabazas, cubrían las ventanas de telarañas y ponían música tétrica para recibir a los visitantes. Quienes podían hacerlo, se disfrazaban. Esa noche, de una u otra manera, los ancianos volvían a la infancia.
Cuando ya estaban a las puertas de la villa, Ignacio, Sofi y Tito apretaron el paso para ganar terreno y, así, conseguir los mejores dulces y las galletas más grandes para Panchita. Los demás se dieron cuenta de sus intenciones y también apuraron el tranco. Segundos después, la turba se dispersó igual que conejos en estampida, correteando a todo dar por calles y pasajes para alcanzar las primeras casas. Aquello era una verdadera alabanza a la muerte, «como si no fueras horrenda», pensó Ignacio mientras, junto a sus amigos, aullaba imitando a los lobos, gritando y saltando de alegría en medio de esa oscuridad rara, artificial, pegajosa. Esto último llamó poderosamente la atención a Ignacio. A cada paso que daba la oscuridad se hacía cada vez más pegajosa, húmeda y fría. Echó el cuerpo adelante para avanzar más rápido, y aún así le costaba trabajo avanzar. Era como estar atravesando una pared de gelatina. En su mente tenía el vago recuerdo de un bocinazo y un rechinar de neumáticos; era un recuerdo distante, similar a esos sueños de los que solo conservamos retazos de sensaciones. Se preguntó dónde se habrían metido Sofi y Tito. No los veía por ninguna parte. Continuó avanzando a través de la gelatina. Ahora se sentía más liviano, y extrañamente feliz. Comenzó a correr hacia el otro lado del muro. Se dejó llevar por la inercia, como si un imán invisible tirase de él. De pronto la gelatina se diluyó, e Ignacio se encontró delante de un inmenso océano de luz, tan potente que debió cubrirse la vista para no quedar ciego. Aguardó un instante, quieto, no se atrevía a mover un pelo. Enseguida, aún temeroso, volvió a mirar al frente. Y entonces se quedó sin aliento, observando con sus ojazos verdes tan abiertos como la luna llena.
—¡Guau! ¡Qué bakanísimo tu disfraz! —exclamó en susurro, atónito—. ¿Lo puedo tocar? —preguntó, desbordado de curiosidad. Sin esperar respuesta, Ignacio se acercó a la persona que tenía enfrente. En efecto, su traje no se podía comparar con nada de este mundo. Parecía hecho de cristal sólido, y sin embargo, al tacto era suave y grácil como la seda. Pero no solo eso llamó la atención de Ignacio. El traje parecía brillar desde dentro hacia afuera, como si tuviese su propio corazón hecho de millones de soles y estrellas multicolores. Así daba la impresión de que aquella persona era un ser transparente. «Pero nadie es transparente», pensó Ignacio. En alguna parte debía haber comprado ese disfraz.
Todavía impresionado, buscó el celular entre sus prendas con la esperanza de registrar el nombre y el número del extraño que vestía el disfraz de cristal. Ya lo llamaría al día siguiente para pedirle el dato de la tienda donde lo había comprado. Como no lo encontró, pensó que lo había perdido al entrar corriendo a la villa. Entonces se apuró a preguntar el nombre del extraño. Tal vez así podía retenerlo un poco más hasta que apareciesen Sofi y Tito. De los tres, Sofi era la más cuidadosa y jamás perdía su celular.
—Malachim —respondió el extraño. Ignacio estuvo a punto de echarse a reír. Nunca en la vida había oído que alguien se llamase así: Malachim. Tuvo la intención de preguntar el origen del nombre, pero Malachim se adelantó y quiso saber el suyo. «Gaspar Ignacio», respondió él, frunciendo el entrecejo. Y enseguida le advirtió que no lo llamara Gaspar, sino solo Ignacio. Gaspar le sonaba a «Gasparín», el fantasma. Y él odiaba los fantasmas, así como a la muerte y todo lo que oliese a ella. Dicho eso, le suplicó que no se moviese de allí. Lo urgente ahora era encontrar a sus amigos y continuar buscando dulces y galletas para Panchita, su hermana. Le explicó a la rápida que antes de su enfermedad, el día de Halloween ambos recorrían las calles buscando dulces. Pero ahora ella tenía una enfermedad rara en los huesos, y ya no podía acompañarlo. «¡Hoy es el cumpleaños de Panchita!», le dijo encendido de alegría. «Y mi regalo es para ella el mejor del mundo. Espera con ansias el botín que le junto cada año», le comentó frotándose las manos, con una chispa de picardía en la mirada. «Por eso ya debo irme, ¿entiendes? Pero tú no te muevas de aquí», insistió. Y entonces Malachim le dijo: «Pero no puedes ir así, mírate».
Ignacio miró su cuerpo y, al instante, enrojeció de vergüenza. Estaba vestido, por supuesto, pero al mirarse tuvo la sensación de estar desnudo. Malachim le explicó que debía ir por su corazón, sin él se sentiría siempre así: desnudo, avergonzado. Como Ignacio no se reponía de la impresión y continuaba allí sin moverse, le comentó que ellos podían estar así por toda la eternidad, relajados, hablando de esto y lo otro por siempre. Pero que si acaso en verdad quería llegar a tiempo con el regalo para Panchita, debía darse prisa. «Para nosotros no existe el tiempo, pero para ella sí», agregó. Ignacio supuso que estaba atrapado en la pesadilla más extraña de toda su vida. Y sin embargo, obedeció al extraño. Avanzó en la dirección que le indicaba Malachim. «Es cosa de caminar una cuadra y llegaré al lugar donde supuestamente está mi corazón», murmuró Ignacio burlándose de Malachim. «Todo vale para que me diga dónde compró su disfraz», pensó con aires de grandeza.
Al llegar al punto indicado por Malachim lo invadió el terror, y regresó corriendo donde él. Tenía los ojos llorosos y temblaba como si estuviese aterido de frío. Le gritó llorando, presa de la angustia, que él odiaba la muerte. Le había arrebatado a su papá, y desde ese día no soportaba, ni quería, estar cerca de ella.
- Y allí está otra vez. ¡¿Por qué me mandaste a ella?! ¡Tú sabías que allí estaba la muerte! —le reprochó entre sollozos, abatido por la pena.
El lugar indicado por Malachim era un cruce de caminos. Al llegar allí, Ignacio pudo ver con claridad el extremo de los caminos. Pero justo en el punto de cruce, había una Sombra que cubría todo alrededor, tan espesa y negra que era imposible ver lo que había tras ella. Dispuesto a encontrar su corazón, Ignacio avanzó a través de la Sombra hasta que logró llegar al centro del cruce. Y lo que vio a distancia lo dejó helado.
Sobre el suelo oscuro yacía inerte el cuerpo de un muchacho. Ignacio se sobresaltó al percatarse de que vestía el mismo disfraz de esqueleto que él y, además, calzaba unas zapatillas igual a las suyas. Pensó que debía tratarse de una coincidencia macabra, pues todo indicaba que ese chico estaba muerto, y él, en cambio, vivo. Aterrado, dio un vistazo fugaz en busca del corazón. Lo hizo solo por cumplir, pues el pánico se había apoderado de él. No estaba en condiciones de buscar, de ver ni pensar en nada. En lugar de eso, salió huyendo en dirección a Malachim, dispuesto a recriminarle por haberlo enviado a ese lugar de muerte.
—Si no vas por tu corazón, no podrás llevar su regalo a Panchita —insistió Malachim—. Lo que ella en verdad ama no son los dulces que le llevas, sino tu corazón. Los dulces son solo una excusa. El regalo que Panchita espera para su cumpleaños eres tú, Ignacio. Debes darte prisa, el tiempo corre. Consciente del miedo cerval que Ignacio sentía ante la muerte, Malachim le explicó que a él no le podía hacer ningún daño. Cuando estuviese allí frente a ella, Jesús lo protegería de la Sombra. «Pero —le dijo— hay algo más que debes saber». Le comentó que él era una de las pocas personas que se tomaba en serio la muerte, que no la convertía en una fiesta de disfraces, sino al revés. «Desde pequeño has aprendido a mirarla cara a cara». Por mucho que nos duela y por horrenda que sea —explicó Malachim—, a la muerte se la debe respetar. «Quien ama la vida, se tomará en serio también la muerte, y así ella no te atormentará», agregó. «Hay quienes viven como si nunca fuesen a morir, y quienes mueren como si jamás hubiesen vivido», le dijo con cierto pesar en la voz. Entonces Ignacio, con el pecho inflado de orgullo, le dijo: «Ya sé. No me lo digas: morir es tan simple como pasar a través de un muro de gelatina». Dicho esto, salió disparado hacia el cruce de caminos. Los cancerberos, perros fieles a la Sombra, intentaron cortarle el paso para evitar que llegase hasta su corazón, que latía junto al cuerpo tendido en el suelo. Pero de inmediato una enorme cruz de luz se interpuso entre ellos y él. La jauría de canes huyó despavorida, dejando el paso libre. Malachim tenía razón. La cruz lo había protegido de la Sombra, pero además iluminó el sendero hasta su corazón.
Era un corazón hermoso, semejante a los que había visto y estudiado en el colegio, pero a diferencia de aquellos este brillaba de un modo especial, como un diamante translúcido. Debía darse prisa. Lo tomó entre sus manos y corrió de regreso donde Malachim. «¿Ahora ya puedo llevar mi corazón a Panchita?», preguntó inquieto, casi suplicante. «Todavía no», respondió Malachim. Le explicó que antes debían ir a una iglesia. Allí debería dejar el corazón sobre el altar y esperar. «¿Esperar qué?», preguntó nervioso. Malachim no respondió. Solo se limitó a decir: «Ya lo verás por tus propios ojos».
Cuando entraron en la iglesia Ignacio apenas contenía los nervios. Pensaba en Panchita y en su mamá, y también en Sofi y Tito. Llegaron frente al altar y, siguiendo las indicaciones de Malachim, dejó su corazón sobre el altar y dio un paso atrás. Entonces vio descender sobre él un haz de luz semejante a un rayo de luna, y su corazón se encendió en destellos multicolores. Malachim tomó el corazón y lo puso en el pecho de Ignacio. Él se estremeció de alegría, tan intensa que estuvo a punto de perder los sentidos. «Mírate», le dijo Malachim. Ignacio dio un grito de sorpresa: ahora su traje también era de cristal, semejante al de Malachim, solo que algo menos esplendoroso. «Cuando tu felicidad sea total, entonces resplandecerás igual que yo, semejante a la luz de millones de estrellas», le explicó. «¿Y cuándo será eso?», quiso saber Ignacio. «Lo sabrás», respondió él.
Enseguida le dijo que ya podía visitar a Panchita. Ella no podría verlo como lo hacía antes, pero sabría que la había visitado. Ese sería el cumpleaños más dichoso de toda su vida. Lo único que debía hacer ahora, era dejarse llevar por su nuevo corazón. Esa misma noche Panchita sintió que sus huesos recuperaban fuerza. Soñó que Ignacio le traía de regalo una enorme canasta de dulces, y en medio de ellos latía un corazón de cristal con fuego rojo en su interior. Era el corazón de su hermano. En su sueño, él la tomaba de la mano y paseaban juntos, como solían hacer años atrás.
A la mañana siguiente, Panchita bajó corriendo las escaleras y llegó hasta la sala. Se paró delante del calendario de números vistosos, sacó un plumón y encerró en un círculo el número 1 del mes de noviembre. Junto a la leyenda «Fiesta de Todos los Santos», escribió: «Cumpleaños número 1 de Ignacio».
Ignacio dio un codazo a Malachim y le dijo sonriendo, como si quisiera sacarle celos: «¿Viste eso?». Él le devolvió la sonrisa, y replicó: «Y tú, ¿viste eso?». Delante de ellos se extendía un cementerio repleto de personas visitando a sus muertos. Le explicó que ellos no los podían ver, ni tocar; pero sí a veces percibir su presencia. «En cambio nosotros, le dijo, siempre los acompañamos. Somos lo que la gente llama Iglesia celeste». Ignacio miró a Malachim con cara de pregunta, y dijo en tono de no entender nada: «¿Somos? ¿Dijiste somos? ¿De qué hablas, Malachim?». Entonces él apuntó hacia su derecha, e Ignacio volvió a exclamar igual que la primera vez que se encontró con él, al otro lado de la gelatina: «¡Guau! Millones de gente con trajes como el tuyo».
—¡Vamos! —dijo Elemih—. Ya es hora de que nos reunamos con ellos. Ignacio lo miró con sus ojazos verdes llenitos de felicidad. Estaba a punto de ponerse en camino cuando Malachim lo paró y le dijo:
—Hasta aquí llego yo. El resto del camino lo harás con otro guardián. Cierra los ojos, y solo cuando escuches tu nombre los vuelves a abrir.
—¿Te volveré a ver?
—Por supuesto. Ahora cierra los ojos. Ignacio permaneció unos segundos tal como le había indicado Malchim: quieto y con los ojos cerrados.
—Ignacio —lo llamó una voz junto a él.
—¡Papá! —gritó Ignacio.
En ese instante su traje se encendió como un fuego hecho de millones de soles multicolor, más que todos los soles y colores que puede contener el universo. P. Humberto Palma O.