Palabras del Pastor

Día del Padre

Mensaje Obispo de Rancagua, monseñor Guillermo Vera Soto

Queridos hermanos y hermanas:

Al celebrar el “Día del Padre” deseo compartir con ustedes una reflexión, que nos lleve a mirar a Dios nuestro Padre y rendirle así nuestro homenaje de adoración y agradecimiento, a la vez que aprender de Él a ser padres y a Él agradecer por el padre que nos ha regalado aquí en la tierra. Lo hago recordando una enseñanza de los obispos de Chile, preparando el jubileo del año 2000.

“Todos sabemos, como hijos, lo que nuestros padres han significado en la vida. De ellos aprendimos a rezar, a amar, a compartir y a perdonar. De alguna manera ellos fueron para nosotros el modelo de humanidad. A ellos acudimos para pedir un consejo y recibir amor. Hay quienes no han tenido una experiencia positiva de sus papás. O les ha faltado comunicación. O han echado de menos su palabra o su cariño. Esa ausencia es precisamente lo que el anuncio de Jesús viene a llenar. Aunque el papá o la mamá nos abandonen, Dios Padre jamás nos abandonaría”.

Dios es fundamentalmente: Padre de Jesús, su Hijo bienamado. Y por Jesús sabemos que Dios es también el Padre nuestro. Fue Jesús el que nos enseñó a llamar Padre a Dios, “Abbá”, Papá. Porque Jesús conoce a Dios en su intimidad, puede hablarnos perfectamente de Él. “El Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (Juan 1,18). Podríamos decir que la gran tarea de Jesús es mostrarnos al Padre y expresar lo que el Padre siente por nosotros. Por todas partes Jesús fue hablando de su Padre Dios y de los sentimientos que Él tiene hacia nosotros.

El Padre Dios nos da la vida, nos cuida, nos perdona, nos corrige, nos enseña, nos acompaña, nos espera, nos ama. De ello estamos seguros. Es lo que Jesús vino a enseñarnos y que nos llena de agradecimiento y felicidad.

Dios es amor”

La mejor definición de Dios que conocemos es la que escribió San Juan: “Dios es amor”. Esto quiere decir que en el corazón de Dios existe un sentimiento maravilloso: su amor hacia todos los seres humanos, de cualquier raza o condición, de cualquier edad o ideología, de cualquier religión o pensamiento. Nada es más sanador para nuestros conflictos, nada es más importante para nuestra vida pasada, presente o futura, que esta afirmación: Dios nos ama. Es importante saber que este amor que Dios tiene por nosotros no está condicionado a nuestra conducta, ni a nuestras sabidurías, ni a nuestras acciones.

El amor del Padre Dios por sus hijos es incondicional, gratuito y eterno. No es un amor por unas horas, sino por siempre. Más todavía: al igual que ocurre en las familias, el amor del Padre Dios es preferente para sus hijos más humildes, los más alejados, los cansados, los equivocados, los rebeldes, los lejanos, los que se han tropezado muchas veces en el camino. La mayor prueba del amor del Padre hacia nosotros es que nos regaló a su Hijo amado. Lo afirma en el Evangelio de San Juan: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16).

A ese amor de Dios por nosotros, la respuesta que surge del corazón es amarlo. Nosotros no estamos llamados a tener con Dios una relación de esclavos, sino de hijos que ponen su confianza en este Dios amante, amoroso y amado. Así, cumplimos con el mandato que nos recuerda Jesús: “Amar a Dios con toda el alma, con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todas las fuerzas”. Esa es la respuesta a un Dios que nos ama también con todo el corazón, con toda su alma, con todo su entendimiento y con todas sus fuerzas. Tenemos que reconocer que nosotros formamos parte de una humanidad que se alejó de Dios, que no quiso obedecerle, que dudó del amor que Dios le tenía, que quiso vivir de acuerdo con sus propios caprichos y sus antojos. Con Adán, todos nos fuimos de la casa de Dios y nos declaramos en rebeldía. Como el hijo pródigo, terminamos mal, solitarios, tristes, abandonados.

Jesús vino a inspirar en nosotros tal confianza en Dios, que podemos volver a su casa arrepentidos. El Padre Dios no pronuncia para nosotros ninguna palabra para llamarnos la atención ni para condicionar nuestro regreso. Él nos acoge, nos besa, nos abraza, nos perdona, nos recibe y se alegra tanto con nuestra vuelta que se prepara una alegre fiesta en el cielo con cada pecador que se arrepiente.

Hay eso sí una condición: para que Dios nos perdone es preciso que nosotros tengamos también una actitud misericordiosa con quienes nos rodean y sepamos también perdonar a quienes nos ofenden. Pedir perdón y perdonar es una característica que debiera sobresalir en quienes confesamos a Jesucristo como Salvador. ¡Y qué urgente y actual es hoy en día esta actitud valiente y humilde!

Una de las características más importantes de los papás y de las mamás es la preocupación que tienen por el bienestar de sus hijos. Cuando un hijo está enfermo están a su lado. Cuando anda triste se acercan a él para descubrir la razón de sus tristezas y darle consuelo. Cuando ven que su hijo tiene alguna necesidad importante no ahorran esfuerzos para procurar solucionarla. Los padres viven pendientes de sus hijos para ayudarlos a crecer y a vivir. Jesús nos enseña a confiar en las manos de Dios. Nuestra vida, nuestro alimento, nuestra vestimenta, nuestras preocupaciones, nuestro trabajo, nuestro cuerpo, nuestros afectos, nuestros proyectos, nuestros sueños, nuestra convivencia diaria, a Dios no le son indiferentes. Dios vive con su corazón puesto en nosotros. A un padre todo lo que interesa al hijo le interesa también a él. Nada hay de la vida humana que al Padre Dios no le interese vivamente.

Todo lo que Dios quería decirnos nos lo ha dicho en su Hijo amado, al que nos pide precisamente que escuchemos. Lo que Jesús hace y lo que Jesús dice, interpreta perfectamente lo que Dios quiere. Jesús conoce a Dios en su intimidad. Viene de Él. Ha salido de Él. Es su “enviado”. Conocer a Jesús, entonces, es conocer al Padre. Creer en Jesús es Creer en el Padre. Desoír a Jesús es desoír al Padre. Despreciar a Jesús es despreciar al Padre que lo ha enviado. “Todo lo que escuché de mi Padre se los he dado a conocer”. Una de las afirmaciones maravillosas que podemos hacer, llenos de convicción, es que Dios nos escucha. Él no necesita de muchas palabras para oírnos. Él escucha tanto el susurro de cariño de nuestra alma como el grito nacido desde nuestra desesperación. Y por eso más que afirmar “creo que Dios existe” es importante hablar y escuchar a Dios con sencillez y la confianza con que se habla con los amigos. Es posible que uno de los peores males de nosotros los cristianos es que no hacemos el ejercicio diario de hablar con Dios. En especial antes de vivir los distintos acontecimientos de nuestra vida, tal como lo hacía Jesús. Sin duda todos seríamos más felices si escucháramos lo que Dios tiene que decirnos. Y nuestra convivencia sería bastante más civilizada si abriéramos los oídos a lo que el Padre Dios nos quiere decir.

En el relato de la Creación del hombre, después que Dios modeló la figura humana del barro de la tierra, Dios se acercó al hombre y sopló su aliento en las narices humanas. Y desde entonces el hombre inició su existencia. Ese soplo de Dios es su espíritu, el que viene a vivir en el corazón del hombre. Desde entonces el ser humano es el mejor templo y la más hermosa catedral que Dios ha edificado. Dios habita en nosotros. Dios vive en nosotros. Es cierto, entonces, que Dios está en el cielo. Es verdad también que Dios está en la tierra., ¿Qué duda cabe? Pero lo que tenemos que afirmar de una manera maravillosa es la presencia de Dios en cada hombre y en cada mujer que vive en el planeta.

Dios entonces ha fijado en nuestro corazón su domicilio. El hombre es morada de Dios. ¡Qué importante es saberlo y vivirlo! Creamos en al amor de Dios Padre y que de Él los papás aprendan a ser padres.

Dios les bendiga

+ Guillermo Vera Soto

Obispo de Rancagua