Queridos hermanos y hermanas: Cada año los chilenos nos recordamos que un 18 de agosto del año 1952, moría, o más bien nacía para el cielo, el Padre Alberto Hurtado. Con justa razón se ha declarado ese día como día de la solidaridad y más aún todo el mes tiene esta fuerza motivadora especial.
San Alberto Hurtado no sólo nos dejó el Hogar de Cristo, sino que nos enseñó la manera alegre y pronta de ejercer la caridad, la solidaridad y el servicio. Pienso que este día es una buena oportunidad para hablar sobre la virtud de la caridad, que viviéndola nos mostrará cómo ser auténticos discípulos de Jesús y, si no somos cristianos, el vivir esta virtud nos hará más humanos.
La caridad se demuestra con las obras. Se demuestra haciendo lo que se debe hacer en cada caso concreto. Dios nos pone al prójimo con sus necesidades en el camino de la vida, y la caridad hace lo que el momento y la hora exigen. No siempre son actos heroicos o difíciles; muchas veces son cosas sencillas de la vida ordinaria. Por eso, las obras de caridad son tan diversas como las necesidades que pueda pasar cada persona. El Padre Hurtado decía: “nadie es tan pobre que no pueda dar una sonrisa”.
En nuestra Iglesia y en la sociedad hay muchas iniciativas nobles de servicio, en la pandemia y en los acontecimientos últimos con el mal tiempo y subidas de ríos ¡cuánta creatividad para servir en las distintas necesidades! Sirviendo con alegría, la vida del que da y del que recibe se llena de esperanza.
Con todo, la caridad hemos de vivirla todos y manifestarla en primer lugar con las personas que Dios ha puesto a nuestro lado y con los más necesitados. La caridad debe manifestarse en detalles de atención, de educación. Vivir la caridad nos exigirá muchas veces dominar nuestro estado de ánimo, fomentar la cordialidad, el buen humor y el optimismo. La caridad debe abarcar a todas las personas sin limitación, no tiene medida humana, porque es imitación del amor de Dios, que es infinito. También esta virtud debe abrazar a quienes nos hacen daño o nos desean mal. El mayor enemigo de la caridad es la soberbia, el egoísmo donde las faltas más pequeñas del prójimo se ven aumentadas, y las mayores faltas propias tienden a disminuirse y justificarse.
El Señor nos ha dado una regla sencilla para vivir la caridad: “Hagan con los demás todo aquello que deseen que hagan con ustedes”. En la Iglesia rezamos: “Señor, danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos mostrarnos disponibles ante quien sufre, para que así ellos tengan un motivo para seguir esperando”.
Muchos ejemplos de santos y de personas de buena voluntad nos animan a contribuir nosotros, con algo de lo que somos y tenemos, para que otros tengan más vida.
Dios los bendiga
+Guillermo Vera Soto
Obispo de Rancagua