Muy Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, los días 1 y 2 de noviembre son días de fiesta en la vida de la Iglesia. El día 1, solemnidad de Todos los Santos es una invitación especial a que todos miremos al cielo, meta definitiva a la cual está invitado todo hombre y mujer. Contemplamos la suerte de aquellos que luego de su peregrinación terrena gozan ya de la vida inmortal. El ser humano lleva en su interior una sed de eternidad, hay algo que nos dice que no estamos llamados a desaparecer. Jesús, en quien está nuestra esperanza nos anima con sus palabras. Él nos anima cuando nos dice: “quiero que donde yo estoy, estén también ustedes”, cuando nos señala que nos va a preparar un lugar y que en la casa de su Padre hay habitaciones. Creemos que muchos de los que nos han precedido participan ya de esa gloria, a ellos llamamos, santos y entre ellos esperamos un día ser contados. La Iglesia en este día nos invita a pensar en aquellas personas, que como nosotros pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, pero vencieron, miramos a aquellos que pasaron por el mundo sembrando alegría y amor, a aquellas personas que en trabajos y responsabilidades como las nuestras tuvieron dificultades como nosotros y supieron recomenzar en el camino del bien una y otra vez, ellos ahora ya, descansan de sus fatigas.
Hay cielo, hay vida eterna, busquemos los bienes de allá arriba donde está Cristo. Al visitar las tumbas de nuestros seres queridos, como es costumbre, recemos para que ellos puedan gozar de esa gloria prometida.
El día 2, dedicado a los Fieles Difuntos, oraremos de manera especial por aquellos que habiendo compartido nuestra vida ya no están con nosotros y esperamos que puedan gozar de la vida inmortal, de la santidad.
“Aunque ante la muerte cualquier imaginación desfallece, la Iglesia, no obstante, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz, más allá de los límites de la vida terrestre”. Vaticano II
A todo ser humano le llega el momento de la muerte. Esta consiste en la separación que se produce entre el alma y el cuerpo. El alma humana es espiritual, por ser el alma espiritual, también es inmortal, ya que no puede corromperse ni destruirse.
La fe católica nos enseña que en el momento de la muerte cada persona se presentará ante Dios y ahí quedará patente la obra de bien y mal que hayamos realizado en nuestra vida. Es lo que llamamos el juicio particular. La verdad de tener que enfrentarnos a un Dios tan misericordioso y que ha confiado en el hombre, nos ha de llevar a saber aprovechar el tiempo y las capacidades y talentos que Él mismo nos ha regalado. Dios ha pensado en cada uno de nosotros con cariño desde toda la eternidad y nos invita a participar de su misma vida: “quiero que donde yo estoy, estén también ustedes”. Tenemos un destino de gloria, lo sentimos en nuestro interior, acá nada nos satisface plenamente, hay una sed de eternidad en cada uno, aunque, muchas veces no nos demos cuenta: “Nos hiciste, Señor para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti”, san Agustín.
El ejemplo de vida de tanta gente buena y santa que hemos conocido y que la Iglesia nos muestra como modelo ha de motivarnos a realizar el don de nuestra existencia terrena con ansias de eternidad. La verdad de la vida plena nos ha de motivar a luchar sin descanso por alcanzarla. Para los que creemos en Cristo, Él es modelo no sólo para nuestro actuar terreno, Él es también nuestro premio: “ni ojo vio, no oído oyó, ni por pensamiento humano pasó, lo que Dios tiene preparado para quienes le aman”. Por eso, vivamos para Vivir. La muerte por Cristo ha sido vencida. Cristo es nuestra esperanza.
+Guillermo Vera Soto
Obispo de Rancagua