Monseñor Guillermo Vera, obispo de Rancagua, reflexiona sobre los testimonios de fe y devoción dados por los peregrinos con llegaron al Santuario de la Purísima de La Compañía, con motivo de la S. de la Inmaculada Concepción.
Hermanos y Hermanas:
El fin de semana pasado pude vivir una hermosa experiencia de fe en el Santuario de La Compañía. Miles de fieles de dieron cita en ese hermoso lugar de oración, que invita a descansar en el Señor, el cual siempre nos dice: “vengan a mi cuando estén cansados y agobiados que yo les voy a aliviar”.
Para mí como obispo fue motivo de alabar y bendecir al Señor, por la fe ahí manifestada de tantos hermanos y hermanas que como peregrinos acudieron con sus motivos de agradecimiento y de súplica. Era hermoso ver a las familias, que con sus hijos pequeños llegaban en altas horas de la madrugada en un ambiente de fiesta; y a los jóvenes y adultos que llegaban al santuario con gran ánimo y esperanza. Siempre he dicho que los santuarios son un lugar donde el alma respira. Todos necesitamos de estos espacios donde podemos, a través de una plegaria, de una lágrima derramada, de una mirada de fe, de una Misa vivida, expresar lo que hay en lo profundo del corazón. La decisión de caminar hacia un santuario es ya una confesión de fe: el caminar es un verdadero canto de esperanza y la llegada un encuentro de amor. Todo esto lo experimentaron quienes peregrinaron y pudieron dar un hermoso testimonio de una fiesta vivida en paz y tranquilidad, donde miles de personas se encuentran sin miedo y sin violencia. Es que ha sido un caminar en la fe hasta un lugar donde renace la esperanza.
El que cree, sabe buscar y esperar. El salmo 37 dice: “Pon tu vida en las manos del Señor, confía en él, y él vendrá en tu ayuda”. Creer y tener paciencia son dos cosas que van muy unidas, pero hoy la paciencia ha sido relegada por la prisa y ocupan su lugar la intolerancia, el nerviosismo y en no pocas veces la violencia. El peregrino, que ha rezado y en el santuario se ha sabido escuchado y acogido por el Señor y por la Virgen, que un día dijo al indio Juan Diego: “No te aflija cosa alguna, ¿no estoy aquí que soy tu madre, no estás debajo de mi protección y amparo, no estás en mi regazo?, vuelve a su casa y sus tareas con nuevas fuerzas y con la gracia de una paciencia que anima su esperanza. Si tuviéramos tiempo para contemplar la creación, aprenderíamos cuán importante es la paciencia, el campesino siembra y sabe que ha de esperar los frutos, así también nosotros, sin desfallecer y realizando las tareas de cada día, hemos de saber esperar los frutos de nuestro trabajo y de la bondad de Dios.
San Pablo recurre frecuentemente a la paciencia para subrayar la importancia de la perseverancia y de la confianza en aquello que Dios nos ha prometido, pero sobre todo testimonia que Dios es paciente con nosotros, porque es el “Dios de la constancia y del consuelo”. La paciencia mantiene viva la esperanza. Pidamos con frecuencia la gracias de la paciencia, que es hija de la esperanza y al mismo tiempo la sostiene. Pidámosla especialmente en este tiempo tan lleno de prisas y agobios. Que nuestros trabajos estén más llenos de la presencia de Dios y, junto con gozarnos con lo que hacemos, sepamos esperar aquello que confiamos a su misericordia.
Los que caminaron a La Compañía, a Puquillay y a los diferentes santuarios, saben y nos enseñan que creer y esperar van unidos y que ambas virtudes llevan a la paz y la confianza.
Que Dios les bendiga,
+ Guillermo Vera Soto
Obispo de Rancagua