Para los cristianos, y en especial para los católicos, la cruz es signo del Reino de Dios, es memoria icónica de Jesús. En ella cabe la vida y la libertad, la justicia, la paz y la verdad, redención y resurrección, eso y más. Por lo mismo, para un discípulo-seguidor de Jesús la cruz no es optativa. En otras palabras, o se la asume en toda su radicalidad e implicancias, con el riesgo de perderlo todo, o simplemente no se es aprendiz de Jesús. Un bautizado sin cruz, y aunque parezca contradictorio, podrá ser simpatizante, observador atento, adherente o hincha ocasional, pero de ninguna manera caminante del Reino. El que quiera seguirme, —nos recuerda y advierte el Señor— que tome su cruz y me siga. Que el interesado se lo piense bien, pues el seguimiento cobra sentido cuando lo que nos moviliza es la pasión por el Reino, y deja de tenerlo cuando la cruz se vuelve un fetiche. Llegado a ese punto, la cruz se habrá convertido en objeto que oculta la perversión del corazón, en ella ya no será posible encontrarnos con el Señor de la vida, y el discípulo habrá entrado en una dinámica de auto-proyección de la cual no es simple salir, porque fácilmente se confunde el fervor religioso con santidad, y la Iglesia con una escuela ascética. Es necesario, por lo tanto, profundizar en la naturaleza simbólica de la cruz, tanto para el creyente como para el observador advenedizo, y lo es sobre todo en los tiempos que corren, cuando la Iglesia misma siente la necesidad de depurar sus motivaciones en relación con el Reino de Dios.
No hemos sido llamados a integrar una cofradía de santos
Jesús no nos llama a integrar una cofradía de santos, ni tampoco nos ha propuesto matricularnos en una escuela ascética. El Señor nos invita a seguirle, y esto desde nuestra condición histórica, asumiendo la cruz como propia e identificándonos con los ideales del Reino, al extremo de amar de modo privilegiado a los mismos que él amó con entrega y devoción. La pasión por el Reino no es santería ni evasión del mundo, sino compromiso mayor con él, y exige por lo mismo buscar y descubrir a Dios en los rostros concretos de hombres y mujeres, en «los pequeños» con los que privilegiadamente se identifica el Señor: todas esas personas a las que cada sociedad acorrala y encierra bajo las categorías de pobres, viudas, pecadores, migrantes, gente de calle, enfermos sospechosos de inmoralidad, drogadictos, flojos o ateos. La pasión por el Reino exige también poner la otra mejilla, es decir, no contestar a la violencia con más violencia, no buscar venganza ni caminos torcidos para hacer lo que queremos; perdonar a quien te ofende, abusa o explota; luchar incansablemente por la justicia y la paz, tanto para ti como para tus semejantes, y con todas las herramientas, medios y formas de que dispongas, pero menos con argucias y tretas deshonestas. Para Jesús el fin no justifica los medios. Para el Señor de la cruz, el dinero de la droga, de las armas o de quienes se enriquecen aprovechándose de leyes injustas, de su posición o condición social, no sirve para las causas del Reino. Nos invita el Señor a mantener la libertad de los hijos de Dios, renunciando a los favores de quienes te pagan la cuenta del lujo a cambio de tu silencio y complicidad en sus malas artes, a los favores de aquellos que te ayudan y socorren a cambio de bendecir sus organizaciones criminales. Mantener la libertad renunciando “a la buena sombra” de quienes te construyen templos y regalan pasajes de avión a cambio de consagrar la sangre de sus víctimas y confirmar la manera en que gestionan y amasan fortunas. La libertad de los hijos de Dios no se transa.
¿Difícil seguir a Jesús de esta manera, con este estilo suyo de llevar la cruz, así tan expuestos a la intemperie de la existencia humana, y al margen de la búsqueda de tu felicidad? Indudablemente que sí, y sin embargo no es optativo para un discípulo. Lo optativo es seguirle o no, eso queda sujeto a la libre decisión de cada uno. Quizás por ello, y conociendo lo torcido que puede haber detrás de cada opción y decisión humana, es que Jesús nos advierte ante ciertos intentos de ser discípulos pero transitando por veredas que no son las suyas, usando la «causa del Reino» para intentar asegurar la vida. Cuando dicho intento se pone en marcha, no solo se termina perdiendo la vida, se extravía además el sentido, se confunden los motivos y se desquician las mentes, y nos convertimos así en un pésimo signo, que puede incluso contaminar gravemente la cruz en su diáfana representación del Reino y su justicia.
La cruz no admite ambigüedad
Cuando los bautizados no vivimos para la cruz, cuando lo que prima es el interés por salvar y resguarda la propia vida, convertimos la cruz en un signo ambiguo. Cuando nos aliamos con el poder, acomodando el discurso y la acción según nos convengan las circunstancias; cuando se instala el doble estándar en las opciones fundamentales, y relegamos la fe «a la sacristía», entonces la cruz que mostramos al mundo se va convirtiendo en signo de algo torcido, trucho y maloliente. Cuando justificamos los abusos y la guerra, la inequidad y pobreza, cuando lo nuestro es el oportunismo y la viveza, entonces la cruz se vacía de todo sentido cristiano. Cuando no somos claros en lo que decidimos y pensamos, o vivimos indiferentes ante los dramas ajenos, entonces la cruz se va convirtiendo en signo de muerte, y no de seguimiento de Jesús. Cuando consentimos y aplaudimos el hiperconsumo, cuando aspiramos a ganar de cualquier manera o solo nos importa nuestra felicidad y bienestar, entonces somos signos de muerte y opresión, un signo canallesco que contamina la cruz de Cristo. Por lo mismo, no es extraño que alguien quiera destruirla. Extraño sería que cualquier madero, por nobles que sean sus vetas, se alzase como la cruz del Redentor.
La cruz no admite ambigüedad ni neutralismo: o se la toma para seguir a Jesús y servir al Reino de Dios, o se la termina usando para intentar la auto-conservación. Lo primero hace de ella un signo de vida, en el que paradójicamente encontramos vida en la medida en que la damos; y lo segundo la convierte en un fetiche con el que se intenta conquistar la vida a fuerza de muerte, y a mayor intento más se pierde aquello mismo que se pretende ganar. Es la paradoja del Reino.
¿Cómo hacer de la cruz un signo más auténtico del seguimiento de Jesús? Y si esto se da, ¿cómo mantener la fuerza del signo para que quien lo contemple descubra en él la vida, y no el terror. Y en el caso de que el signo se oscurezca y contamine, ¿cómo purificarlo? ¿Acaso bastará un mero acto de desagravio?
No hay recetas. Es un continuo discernimiento que permanentemente haremos en comunidad. Pero sí hay indicios y caminos posibles, hay trazos de verdad y respuesta en la misma existencia y mensaje de Jesús, así como también en el testimonio de algunos cristianos, del pasado remoto y reciente, unos venerados y otros anónimos. En ellos y en el Crucificado se transparentan las respuestas históricas, y no retóricas, a preguntas que nos desafían desde dentro y fuera de la fe, para poder así descubrir en la cruz y en los cristianos un signo más claro de vida y pasión por el Reino.
Quien quiera seguirme, que tome su cruz
Signo de seguimiento. El que toma la cruz para seguir a Jesús sabe que vivirá siempre en la periferia de la existencia, es decir, en el riesgo de perderlo todo por Cristo. Es estar siempre transitando fuera de la zona segura, por el borde que divide y separa la comodidad del precipicio, ya sea solo o en pareja, pero nunca instalado en la exclusividad de la propia conveniencia. Al contrario, el discípulo vive descentrado, buscando el bien común, disponiendo lo que posee y lo que es al servicio de los que no cuentan, de los que carecen de prestigio, los invisibles a los ojos de la sociedad. Jesús se expuso al contacto con gente de mala fama, a riesgo de ser salpicado de sus enfermedades, pecados y descréditos. El Señor vivió su misión en la periferia del Reino, y de esa manera hizo de la cruz un signo de seguimiento, de pasión por las cosas de Dios. Lo mismo hará el discípulo, ya sea célibe, ya sea en pareja, vivirá no para sí mismo, sino para el Reino. Y desde su condición y situación histórica buscará a Dios donde nadie más lo busca, en los infiernos de la humanidad, en las cloacas de la historia, en los anhelos y esperanzas de los abatidos, en la derrota de los muertos. Por allí transita el discípulo, por donde ladran los perros y abundan los demonios, por esos contornos peligrosos donde nadie desea habitualmente meterse, por lugares donde cuesta distinguir colores, matices y formas. En esa geografía incierta todo puede pasar, pero son esos los territorios preferidos del Maestro. Ahora bien, el discípulo no es un temerario, ni héroe, tampoco un santo iluminado. Es simplemente un sujeto, con sus miedos, virtudes y limitaciones, tal vez más loco, débil y pecador que tantos otros con quienes convive, pero un sujeto que intenta vivir diariamente su fe persiguiendo las huellas de Dios allí donde son más evidentes, en el polvo del sendero más que en las rutilantes baldosas del templo.
Signo de vida. Mantener la vigencia de la cruz como signo evidente de vida, redención y libertad, y más aún, evitar que se vuelva un signo de muerte, implica entre otras cosas atizar los fuegos del don de profecía. Los profetas jamás se adormecen, jamás callan ante las injusticias humanas, y no se acobardan frente a las amenazas de quienes detentan el poder político y religioso. Al contrario, se esforzarán por ver incluso aquello que les provoca dolor. Y no conformes con ver, juzgan la realidad que tienen ante sí. El anuncio que hacen del mensaje de Dios les exige un discernimiento constante del mundo y su historia, pues no son expertos, ni necesariamente santos. Pero se sienten impelidos a hablar, el mensaje les supera, es más que sus miedos, juventud o inexperiencia. Les mueve el diálogo profundo con Dios y la historia que se extiende ante ellos, un diálogo crítico, especialmente en relación con los poderes contrarios a Dios, que humillan, someten o extravían a los más indefensos de su pueblo.
Y es justamente este carisma profético lo que algunos laicos y consagrados echamos de menos en nuestra Iglesia, especialmente en Chile. Anhelamos ser testigos de un diálogo crítico con la sociedad, desde la fe y desde la razón, teniendo a la vista el Evangelio y la historia, las culturas y sus contextos, las esperanzas y las frustraciones presentes en tantos hermanos.
A propósito de este diálogo profético, que es al mismo tiempo servicio y deber, impresiona en algunos ministros ordenados, pero también en laicos más cercanos a la Iglesia, el desprecio hacia razón y la insistencia en «lo espiritual», quizás porque no ven la turbiedad que suele ocultarse detrás del pseudo-misticismo. La razón sirve al mundo no solo en la investigación y el desarrollo de las ciencias, sino también a través del ejercicio del discernimiento constante de la realidad; le sirve en sus preguntas y cuestionamientos éticos, y de este modo lo juzga para exigir que aquella realidad, llamada mundo, no desconozca el reverso de la historia, ni los patios traseros de la sociedad de bienestar, que no oculte las hilachas del deseo inagotable por tener lo último que ofrece el mercado, esas hilachas que son los pobres y oprimidos, los residuos marginales del desarrollo, los desencantados. El anuncio del profeta pone esperanza en los débiles, y hace visible a los invisibles, pero su anuncio nunca es ideología religiosa, jamás es palmoteo a los opresores, no es populismo. Es anuncio de libertad interior y exterior, de salvación redentora y rescate de todo lo humano, pero al mismo tiempo denuncia de toda perversión. De esta manera, muestra a un Cristo vivo en la cruz y una cruz viva en Cristo. No hay otra forma. Cuando silenciamos el carisma profético es probable que Cristo ya no esté en la cruz que veneramos.
El diablo también vende cruces
No siempre Cristo está en la cruz. A veces descubriremos en ella el intento de revestir de santidad estructuras de muerte, como si fuesen voluntad de Dios. El diablo también vende cruces. En los últimos años, hemos sido testigos en primer plano de la forma en que se ha usado la cruz para intereses totalmente torcidos. Es verdad que cuantitativa y comparativamente han sido mucho menos los signos de muerte que los signos de vida, pero esos signos de muerte han sido tan potentes como un tsunami. La ola de escándalos por abusos, corrupción y silencios, ha sido tan fuerte que ha roto las confianzas y la fe de algunos hermanos, pero también ha abierto otra brecha para el festín del constante cuestionamiento laicista hacia todo lo que huela a Iglesia y religión. Nada se salva. Allí donde haya una acción u obra católica, se levantará también la sospecha. Los signos de muerte han terminando por contaminar la vida que hay en la cruz, al extremo de que algunos solo ven ella connivencia y complicidad con los poderes opresores del mundo. ¿Cómo purificar el signo en este escenario?
Difícil pregunta, y más aún la respuesta. Pero si de algo estoy seguro es que el camino no pasa por lamernos las heridas, añorando los tiempos de glorias pasadas. Tampoco por replegarnos en las trincheras de la vergüenza, el pietismo católico o los eventos «puertas adentro». Mucho menos por la vía de las querellas o condenas. Los primeros cristianos vivieron tiempos mucho más complejos que los nuestros. Ellos no debieron purificar la cruz de ninguna salpicadura de muerte que viniese de sus propias filas, pero sí debieron mostrar que era un signo de vida, y no la representación pagana de un Dios cruel y sanguinario; en otras palabras, que no era un fetiche detrás del cual se ocultaba una secta de extrañas costumbres. Y lo hicieron del mejor modo que puede hacerse. Su estrategia pasó a la historia a través del conocido lema: «buenos cristianos y buenos ciudadanos». Claro que para ellos fue mucho más que un lema, fue una forma concreta y encarnada de vivir su fe en el Resucitado, un estilo de vida que llegó a decantar también como ética, alternativa valiosa, para la sociedad y cultura romana. Su compromiso no fue únicamente de cara a Jesús, por cuya confesión muchos dieron la vida, sino también por y con la ciudad. Desde el inicio, comprendieron que la Iglesia no es ghetto, ni tampoco secta. Gracias a ellos, hoy tenemos claro que la Iglesia católica no está para eventos masivos que satisfagan el deseo de sentirnos bien, en la ilusión narcótica de que servimos al mundo. Los Obispos latinoamericanos, y antes que ellos el Concilio Vaticano II, nos ha pedido, invitado y exigido ser Iglesia servidora del mundo, en diálogo con el mundo. Pero esto no se logra con una serie de celebraciones, encuentros o manifestaciones sin mayor continuidad, sin impacto real en las cosas del mundo, como lamentablemente observamos a veces. Las sociedades y culturas actuales exigen de nosotros más atención a los contextos, más discernimiento y visión-acción profética. Así lo ha manifestado y pedido también el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia, a propósito de las situaciones que viven muchas familias en el mundo.
No somos el lollapalooza del Espíritu
En estos tiempos, una Iglesia de eventos corre el riesgo de ser consumida y devorada por los mismos eventos que promueve y difunde. No podemos pretender competir con el Mall, los cines o discoteques, con las fiestas callejeras o los mega-recitales. La Iglesia no está para eso, no es eso. No somos el «lollapalooza» del Espíritu Santo. La cruz vuelve a ser signo de vida en la medida en que también para nosotros lo sea, es decir, en cuanto conectamos la fe con la ciudad, en la medida en que ponemos vida en todas las realidades humanas, especialmente en aquellas que más fácilmente están expuestas y amenazadas por estructuras de muerte y pecado social: educación, trabajo, familia, salud; pero igualmente política, economía, sociedad y cultura.
Ciertamente podemos desoír el desafío profético que conlleva seguir a Cristo, podemos apelar a un catolicismo sin cruz. Claro que sí. Pero en esa cruz no estará el Señor de la vida, sino únicamente nuestros deleznables deseos de usurpar el lugar de Dios. Cuando en la cruz no está la vida, en su lugar nace y crece la muerte. No nos engañemos, ningún signo religioso es evidente para todos, a menos que se lo haga evidente. Y la forma de hacerlo se concreta en múltiples e inagotables expresiones y posibilidades, pero todas ellas confluyen en una misma y única acción: tomar la cruz, y con ella seguir a Cristo. Para un seguidor de Jesús, la cruz no es optativa, y si lo fuese podría ocurrirle que en esa cruz optativa y prescindible, ya no esté el Señor.
P. Humberto Palma Orellana