En una columna publicada este 26 de marzo en el diario El Mercurio, el obispo González señala que "todo ello expresa una capacidad escondida, que nace de generaciones de sacrificios, de esfuerzos, de superación de conflictos y calamidades. El Chile real, el sufrido y oculto, el que lleva una vida esforzada y que está muchas veces lejos, muy lejos, de las rencillas y discusiones de los que nos dirigen, sabe reaccionar. Ese fue el que peleó en el norte y sus orígenes están en los que defendieron la fundación en los inicios".
"Es un Chile donde la fe está viva. La divina y la humana. Donde todavía cuando hay dificultades se reza. Como ahora, en que el más lejano, en el fondo de su corazón, mira al cielo, como ha dicho Francisco. Nadie les pide que expresen su fe públicamente, pero en su interior está viva. Sus padres y abuelos rezaban y algo nos pasó que se nos olvidó. Quizá miramos mucho para abajo, lo de aquí, las cosas materiales, nuestro propio bienestar. Otros creyeron que ya dominábamos el mundo, la ciencia y los acontecimientos", prosigue Juan Ignacio González.
Más adelante en el texto, el obispo agrega: "Pero el Señor de la historia no duerme y para todos es padre. Al llorar hemos mirado para arriba y lo hemos vuelto a descubrir, y con humildad le pedimos que termine la calamidad. Todos, incluso los ateos. Los agnósticos con más razón, porque creen en Él. Alguien, con sentido común, no le echará la culpa de lo que pasa, pero también se dará cuenta de que puede sacar de lo que llamamos males muchos bienes, aunque nosotros no podamos ni debamos hacer el mal para que venga el bien. ¿Y qué saldrá de esta catástrofe?".
Ante dicha pregunta, el pastor da algunas pistas: "Creo que si lográramos mantener una cosa solamente, sería el mayor bien: la cabeza mirando al cielo y los pies en la tierra, las cosas cambiarían para el mundo y para Chile. Pero eso requiere la humildad de reconocer que hay Alguien allá arriba y que sabe más de nosotros. Y eso es difícil. Quizá la indigencia de estos días, encerrados, medio asustados, temerosos del otro, es la mejor vacuna contra la peste Redescubrirnos como lo que somos, falibles, rodeados de la muerte, pero con capacidad de vivir para siempre. El que no lo crea puede esperar. Y con humildad para hacernos unos servidores de los otros, sin afán de dominar a las personas o con las ideas. Personas capaces de amar al otro, de entregarnos a los grandes ideales espirituales y humanos".